sábado, marzo 04, 2006

El amor en tiempos de hambre

EL AMOR EN TIEMPOS DE HAMBRE
Por Alexis Bastidas


Recostado a la pared mirando en la distancia un bulto de tierra sobre el solar, contempla bajo el sol la sonrisa de su carrizito. Estrujada en el costillar, el alma de Zoilo busca consuelo por la muerte de su hijo. Transido de dolor luchaba con el feroz animal de la culpa. Agotado y sin fuerzas yace al borde de la demencia.
La brisa sopla susurrando cantos al infante sembrado en la tierra. Una mujer derrumbada cual montón de huesos, susurra a las topías del fogón quejidos y lamentos que poco a poco los abraza el fuego.
Días atrás todo era distinto. La dicha mitigaba con el dulce bálsamo del amor, la abundancia del hambre y de sudor, así como la escasez de pan y salud. Una pareja venida de otros lugares, enfrentaba a puño limpio los insidiosos ataques de la muerte. Cuando no era la peste, era la sequía y cuando no, era el raudal de agua que se venía del cielo como un montón de piedras que lo destruyen todo.
Zoilo y Teresa bendecidos en el amor, trajeron a este mundo un hermoso niño. Joaquín, quien se cernía sobre la basta extensión de tierra, como si fuera el amo y señor.
El tiempo, situado en el estadio en el cual transcurre la vida e historia de millones de seres humanos, sin memoria ni dato alguno que reconociese su existencia , excepto el amor entrañable de los suyos y el polvo cósmico del cual todos los hombres son hechos. Constituía el pasado, el presente y el futuro de Joaquín.
Los aciagos días del infortunio comenzaron a hacer mella en aquellos seres, que unidos en el amor y atrapados en las fauces de la miseria, veían como la piel se iba aferrando a los huesos, trayendo consigo el dolor y los calambres propios del hambre. No había día en el cual Zoilo no tratara de arrancarle con sus manos un trozo de vida a la tierra, pero todo era inútil. Estéril como una piedra, era aquel lugar, el cual procuraba nutrirse de la orgánica sustancia de estos moradores.
Al atardecer, sentados junto al fogón, con los platos llenos de caldo de yuca, heridos de muerte por haber nacido en la miseria y estar condenado a padecer el funesto arrebato de la indeferencia. Zoilo y Teresa ofrecían a su hijo Joaquín, el verdadero pan de la vida. Su amor.
Sus vidas consumidas como la cera es devorada por la llama en su peregrinar hacia la nada. Desafiaban en la sonrisa de Joaquín a la mismísima muerte. Una noche Joaquín comenzó a temblar repentinamente. Su madre al recogerlo de la estera y colocarlo entre sus brazos, aprisionaba la criatura junto a su corazón con el deseo de que su amor pudiera curar el mal que la consumía. Bañados en sudor, Teresa hurgaba el cielo en busca de Dios y este nada que aparecía. Se preguntaba ¿Por qué siempre que le necesitamos nunca aparece? En cambio la muerte y la desgracia no dejan de visitarnos. ¿Será que Dios existe para unos y no para todos? ¿Sabrá que nos estamos muriendo desde el día que nacimos en esta miseria? ¿Dónde estas que no vienes ayudarme? ¡OH Dios! que siempre pruebas mi fe con el penetrante dolor de la desgracia, muéstrame tu amor aquí y ahora. La fiebre consumía al pequeño Joaquín con abrasador fuego y al romper el alba Zoilo y Teresa vieron como la muerte le arrebataba de sus brazos al pequeño.
No hubo lágrimas, no hubo gritos, no hubo resignación. No había ni siquiera un papel que diera fe de la existencia de su hijo. Lo único que había en aquella pareja, era la certeza de que su hijo sembrado en el huerto de la miseria viviría del amor con el que se vence el hambre, la miseria y la muerte.